Entonces tocó decidir lo más difícil.

¿Como se moverían através de aquel tablero?


¿Cuales serían los movimientos adecuados?

¿Acaso instaurar los mismos movimientos para todos, dejando que todas las piezas fueran iguales?

¿O hacer que cada uno muestre un movimiento característico, único, que lo defina de manera inequívoca?



miércoles, 29 de junio de 2011

Olvido

Todos aguardaban expectantes. El próximo movimiento podría ser decisivo. Pero éste no llegaba.

X contra Y; una partida a la antigua usanza, esperando los movimientos de tu oponente encerrados en un sobre (el ordenador, los correos electrónicos, carecían del romanticismo de la espera, sagrado deleite del tiempo dilatado).

Todos sabían que la espera podía ser de semanas, incluso de meses (el lugar estaba alejado y el correo llegaba lento, muy lento) Sin embargo, incluso para una partida por correspondencia la demora estaba siendo excesiva.

Todas se miraron en el tablero (único escenario de la tragedia que se estaba jugando), inquietas, en busca una explicación a aquel retraso en los rostros de los otros, pero lo único que veían reflejado, era su propio desconcierto, una y otra vez; en cada cara, gesto o expresión.

Algunas piezas, amenazadas durante todo este tiempo, suplicaban el poner fin a su tormento, la desaparición de la incertidumbre acerca de su destino. Era muy posible que murieran, pero querían saberlo ya.

La reina negra observaba impotente como la dama blanca cercaba a su marido en un baile quizá letal, pero se veía avocada a una  forzada inactividad de la que no podía escapar, maldiciendo al destino entre dientes.

Incluso las piezas que ya habían abandonado este mundo y compartían suerte con compañeras de otras razas y credos en el limbo de la caja, añoraban días de luz y sol, segundas, terceras o infinitas oportunidades de demostrar que esta vez sí, que ahora vencerían.

Sin embargo, pocos se esperaban lo que pasó a continuación, la terrible noticia, el mazazo que les cayó encima como un jarro de agua fría apagando la trémula llama de sus ilusiones: el corresponsal, el oponente, había muerto. Fin de la partida, volvían todos a la caja.

Y fin de la historia, pensarán muchos. Pero lo que no pueden saber es que que las piezas pueden retener algo de lo jugado, que el recuerdo evocado puede surgir en el momento más inesperado...

Y de lo que tampoco se dan cuenta es de que algunas piezas parecen encogerse al sentirse amenazadas, afanándose el resto de sus compañeras por rescatarlas; que la caja tiende siempre a volcarse para que las prisioneras puedan ver la luz y , quizá tampoco se den cuenta como, de una manera quizá imperceptible la reina negra se vuelve más resolutiva y letal conforme la dama blanca hace su aparición en el campo de batalla.

No puede ser, te dirás, las piezas no recuerdan. Es verdad, no recuerdan. Pero tampoco olvidan.

martes, 28 de junio de 2011

Torre


Y es que todo en esencia se reducía a eso, a sobrevivir matando, a aguantar, a soportar la muerte de los que te rodean, a intuir la tuya próxima, quizá en la siguiente jugada, y aun así, continuar luchando, continuar avanzando través de un campo blanquinegro, donde la muerte y la vida aguardaban detrás de cada escaque.



Todas las piezas son conscientes de eso, de que cada partida, cada jugada es irrepetible, que las oportunidades perdidas nunca vuelven y , sobre todo, que nunca hay vuelta atrás. Y todas podían sentirlo, algunas más que otras, desde los perceptivos peones, quizá por estar más a ras de tierra, quizá por jugarse siempre más en todas las batallas (siempre eran de los primeros en morir) hasta los inalcanzables reyes que asistían, impotentes a todas las luchas que se daban en su defensa. Matar o morir. No había más opciones.



Pero más allá de todas las luchas, más allá de las tácticas y estrategias, todos sabían que existe algo más, una sensación, una presencia, una emoción que emana de todo lo jugado.



Era sentida, intuida por todos. Algo hay siempre en el aire, comentaban los caballeros, algo que impregna todo lo que hacemos. El aliento divino, decían los alfiles, la llamada de la sangre , comentaban los peones, nuestro real destino, comentaba la reina afilando su daga, la mirada vidriosa a través de la ventana.



Todos acertaban y , a la vez, todos erraban en sus suposiciones.

Hay una pieza que nunca opinaba, que pocas veces era tenida en cuenta hasta muy avanzada la partida. Sólida, estoica, aguantaba en los límites del tablero acotando a los ejércitos de ambos bandos. Nadie sabe a ciencia cierta su origen. Nadie sabe como ni porqué se mueve.



Pero hay una leyenda, un rumor, una historia transmitida con voz queda, por piezas gastadas, de bordes redondeados y suaves por el uso, Stauton clásicas, de las de antes.

Cuentan que en la primera partida de ajedrez del mundo, aquella partida legendaria de la que ya no quedan crónicas, las torres surgieron como meras edificaciones defensivas, construidas por el deseo de ambos ejércitos de protegerse por sus flancos.

Blancas y negras edificaciones con una pequeña sala en su interior y que de poco parecían servir.



Pero servían. La noche anterior a esta primera batalla, el rey, agobiado por la responsabilidad de que todos se luchasen para proteger su vida, acudió a este pequeño lugar a meditar, dicen unos, a rezar, opinan otros (las versiones varían según la pieza que narre la historia).



La partida dio comienzo; el ajedrez daba sus primeros pasos, creaba sus primeras jugadas.



Los reyes estaban inquietos, todo iba demasiado rápido. Uno de ellos observó la torre con aire suplicante. La torre, una edificación, no pudo responder, pero hay peones que aseguran que el aire cambió, que hubo una pequeña variación en su textura (todos saben que los peones son más crédulos, con menor cultura. Los alfiles nunca dan crédito a esta parte de la historia).



En todo caso, lo que pasó a continuación, no da lugar a versiones: la torre empezó a moverse. Muy lentamente al principio, pero después más rápidamente hacia el rey, obligándole a girar y a colocarse en una posición más segura. El monarca se colocó, so pena de morir aplastado, observando con alivio como ahora estaba más protegido. El primer enroque de la historia había sido creado.



Pero hay más, aseguran todos. Cuentan que en esa primera noche, hubo muchos peones que también fueron a esa pequeña sala, asustados por su primera pelea, que los que se quedaron allí toda la noche velando sus armas se convirtieron en caballeros a la mañana siguiente. Dicen también que algún que otro alfil estuvo por allí, animando y apoyando a las piezas asustadas, mientras la reina, aterrada por la gran responsabilidad que tenía a partir de ahora abrazaba a su marido dándole el consuelo que ella misma no encontraba.



Y dicen también que todo lo bueno de aquellas piezas quedó impregnado en las paredes de esa pequeña habitación, haciendo que esa edificación sin vida se moviera para ayudar a un rey en apuros, o por los azares de la partida, a una posición u otra del tablero. Pero siempre en línea recta, siempre de frente.

Se puede jugar un buen o un mal ajedrez; pero todas las piezas saben que la esencia de lo que son quedó en aquella habitación. Ahora deben convivir con ello.







jueves, 9 de junio de 2011

Reunión

La decisión estaba tomada. El campo de batalla sería una sucesión de cuadros blancos y negros, a juego con nuestros colores, se aventuró a decir la reina blanca con gran emoción.

Pero entonces tocó decidir lo más difícil ¿Cómo se moverían a través de aquel tablero tan bien elegido?¿Cuáles serían los movimientos adecuados?¿Acaso instaurar los mismos movimientos para todos, dejando que todas las piezas fueran iguales?¿O hacer que cada una muestre un movimiento característico, único que lo defina de una manera inequívoca?.
Las opiniones eran encontradas. Algunos peones estaban de acuerdo con que si ellos eran los que iban a estar en primera línea debían ser los que hicieran los ataques más mortíferos y ser capaces de moverse por todo el tablero. El rey blanco, por el contrario opinaba que los que deberían hacer los grandes movimientos fueran los caballeros, ya que para eso corría por sus venas la sangre noble. El alfil negro, sin embargo, peroraba acerca de la necesidad de enfrentarse unos a otros, ¿Acaso no éramos todos iguales en manos del destino? Pero nadie le hacía caso.
Probaron a colocarse en la posición de batalla. En un primer momento los reyes se pusieron delante de sus ejércitos, pero pronto se vio que si el objetivo iba a ser matar a ambos monarcas no podían estar tan expuestos. El rey blanco se fue pomposamente, dejando caer su espada con evidente asco. El rey negro, dando grandes muestras de alivio, aconsejó a un peón que se abrigara más, no fuera a pillar un resfriado, mientras le daba su espada.
Evidentemente, toda la corte no se quiso alejar de su monarca, por lo que acudieron junto a ellos a la fila trasera. Los peones, resignados a ser carne de cañón, eligieron hacer movimientos pequeños, estratégicos y no lanzarse de cabeza a las filas enemigas.
Llegó entonces el momento de decidir los movimientos de todos los de la corte. Los caballeros estaban ansiosos por estar en el campo de batalla, indignados por saberse obligados a estar siempre detrás de la infantería. Una afrenta a nuestro honor, decían unos, un insulto a nuestra capacidad como guerreros, opinaban otros. De modo que se decidió el que pudiesen saltar por encima del resto y presentar batalla allá cuando considerasen necesario, en pro de defender a la corona que habían jurado proteger con su vida.
Los alfiles, acostumbrados a las intrigas de la corte y a salirse siempre por la tangente, decidieron moverse de manera oblicua, cada uno por un color del tablero (así abarcaremos más, dijeron). Las torres, sin embargo, atentas a su estricto código, decidieron avanzar siempre en línea recta.
Quedaban pues, por decidir, los movimientos del rey y de la reina. Los cuatro se juntaron en una esquina del tablero y se pusieron a dilucidar cuales serían los adecuados. El resto intentaban escuchar que se estaba debatiendo, avanzando casilla a casilla, los pies de puntillas en el borde del tablero, pero sólo llegaron a sus oídos apagados susurros de la conversación.
Después de unos momentos que a todos se les antojaron eternos a la mayoría ambas parejas de reyes se acercaron al centro del tablero, donde todos estaban esperando.

El rey blanco explicó cuales serían sus movimientos, para que después la reina negra explicase los suyos.
Los alfiles expresaron enseguida su indignación; mientras los caballos y los peones empezaron a murmurar entre ellos. Eso significaba que las reinas se encontrarían en pleno campo de batalla, mientras los reyes se encontrarían en la retaguardia.

Ellos se miraron con resignación, ellas, sin embargo encontraron en el rostro de la otra el desafío que sus propias facciones delataban.

Todos comprendieron.
El juego comenzaba.